Entre carreras. Un viaje hacia el sentido

Sep 09, 2025By Gabriela Gonzalez
Gabriela Gonzalez

Entre carreras. Un viaje hacia el sentido

“Lo que uno consigue al llegar a su destino nunca es tan importante como aquello en que se convierte tratando de alcanzarlo”

Zig Ziglar


“Estoy segura de que quiero estudiar filosofía, eso es lo que quiero hacer… pero no ahora.”

Esa fue la frase que me acompañó el día en que decidí inscribirme en la carrera de Derecho en la Ciudad de México. Informé a mis padres, y aún resuena en mi mente esa emoción de felicidad que les produjo la decisión.

Mi papá, desde que era niña, solía llamarme “mi pequeña abogada”. Me contaba que me gustaba alegar y que siempre sabía expresar con fuerza lo que quería. Ese apodo se convirtió en un motor, como si ya hubiera un destino trazado que me daría prestigio y buena reputación. 

La claridad de mi inclinación hacia contemplar ideas, cuestionarme el porqué de las cosas y buscar respuestas impregnadas de sabiduría estaba ahí, viva. Pero en aquel momento no encontré cómo justificar esa preferencia ni frente al mundo ni frente a mí misma, así que lo más razonable parecía elegir un camino estructurado, del que sabía que tenía la absoluta aprobación de mis papás y que además, me generaría buenos ingresos.  

Durante quince años me sumergí en un extraordinario viaje por el interior del orden que la sociedad ha intentado imponer a las interacciones humanas, un orden que promete la importante labor de la justicia, y que sigue siendo, un eterno proyecto en construcción.

Al inicio de mi carrera navegué por las interesantes y complejas telarañas del litigio y luego, por oportunidades laborales, me moví hacia los espacios del cabildeo y las negociaciones en cámaras de comercio y asociaciones.  

Trabajé en distintos despachos y empresas. Los retos los imponían siempre mis jefes y sus jefes hacían lo mismo con ellos, las metas globales las definían los altos directivos, e incluso los colores de las presentaciones los elegía el área de comunicación interna, casí todo estaba predefinido. Había que crear dentro de esa estructura, me sentía parte de un equipo, una pieza del engranaje que contribuía a un objetivo común. No pudo haber pasado de mejor manera, era claro que la fragilidad de mi autoestima, mi escasa visión de negocios junto con mi limitada comprención del mundo para esos momentos, necesitaba un alto nivel de contención que otros caminos más atrevidos no me podían ofrecer. 

En medio de aquellos años laborales, mi vida personal se vio atravesada por dolores profundos, de esos que quiebran certezas y transforman destinos para siempre. El rompimiento de una relación y los cambios dentro de mi familia removieron las emociones que llevaba tiempo acumulando. Fue entonces cuando mi alma encontró el momento preciso para pedirme algo impostergable, el abrirme a nuevas posibilidades.

Así, un camino que empezó como un intento de mirar mis propias heridas,  terminó llevándome por un mundo que me permitió entender capas más profundas y elevadas del ser humano.

Empecé a vivir entre dos tierras, el del Derecho y el de la búsqueda interior. Y las preguntas se hicieron inevitables: ¿había elegido bien mi carrera o me había equivocado?

El psiquiatra Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz y creador de la logoterapia, afirma que el sentido no se encuentra en un futuro lejano, sino en lo vivido y en lo que nos rodea aquí y ahora. Para él, crear sentido no es un hallazgo pasivo, es una decisión. Y señala tres caminos para alcanzarlo:

  • El trabajo o la tarea cumplida, cuando nuestras capacidades se ponen al servicio de algo que nos trasciende.
  • El amor, en la experiencia de amar y ser amados.
  • El sufrimiento, cuando la vida nos prueba y logramos crecer a través de la crisis.

No basta con encontrar el sentido, necesita ser actualizado, encarnado y llevado a su máxima expresión.

El psicólogo Erik Erikson también ilumina esta búsqueda con su teoría de las etapas del desarrollo humano, donde cada tramo de la vida está marcado por tensiones que debemos resolver y que nos preparan para la siguiente etapa:

  • Adolescencia (12–18 años) la tensión es identidad vs. confusión: descubrir quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el mundo.
  • Adultez temprana (19–39 años) la tensión es intimidad vs. aislamiento: la capacidad de construir vínculos significativos, de amar y ser amados.
  • Madurez (40–65 años) la tensión entre generatividad y estancamiento: la vida nos invita a desplegar la virtud del cuidado y sentirnos responsables no solo de nosotros mismos, sino también de los otros y de las generaciones del futuro.

Las etapas viven entrelazadas y se quedan como tareas pendientes a ser realizadas si no se superan en el rango de edad ideal. Su lógica es sorprendente, el autoconocimiento nos conduce a reconocer lo que amamos y a quienes amamos; y de allí brota la claridad para definir nuestro legado y elegir a qué y a quiénes queremos ofrecer nuestra presencia y cuidado.

La última etapa que a propósito no incluí en el listado anterior, pues es demasiado importante como para no honrarla solitaria, es aquella donde el individuo se juega entre la integridad y la desesperanza, es decir, miramos nuestras decisiones en esa final contemplación de la vida, y de superarla adecuadamente, nos sumergimos en las dulces aguas de la sabiduría que nos conducirán hasta el suspiro final.  

Es por eso que el proceso para tomar las decisiones de carrera no es un mero acto pragmático, sino que es una vía de naturaleza sublime para explorar quiénes somos y lo que amamos, para preguntarnos por el sentido de lo recorrido en nuestra historia y abrirnos al misterio de lo que la existencia nos pide en el presente, independientemente si nos encontramos frente a nuestra primera decisión o estamos al pie de una transición. 

La frase de Gustav Mahler lo dice todo: "nada de lo que has luchado, nada de lo que has amado, nada de lo que has sufrido, es en vano.” 

Ahora pienso que la más alta forma de justicia no es la que está en las leyes, sino que es la que dirigimos hacia nosotros mismos para elevar nuestra dignidad, venerar nuestra existencia, comprender nuestra historia y contribuir al mundo con sentido y cuidado. 

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